El tema que nos ocupa es de vital importancia. Se trata de estudiar la familia desde la perspectiva del papel que desempeña como el más importante factor en la configuración de la identidad de los hijos. Ninguna persona sería la que ha llegado a ser sin la familia de la que procede. El modo en que una persona habla, los gestos con que se expresa, el mismo estilo cognitivo que caracteriza a su singular forma de conocer y pensar son en buena parte deudores de la familia en que ha crecido. La familia deja una especial impronta, un resello inconfundible en el modo en que se configura la propia identidad personal. Son muchos los factores familiares que intervienen en el modo en que cada hija o hijo configura su propia identidad como persona. Intervienen aquí las tempranas relaciones de afecto entre padres e hijos (Vargas y Polaino, 1996), las inquietudes de los padres, las costumbres y tradiciones que trasmiten y en las que educan, las relaciones entre los hermanos y con los otros miembros de la familia extensa, el estilo educativo de los padres, etc.Con harta frecuencia, lo que sucede es que las personas no suelen tener memoria de estas relaciones. Porque, sencillamente, no se paran a pensar en la familia de origen de la que proceden. Sin embargo, gran parte de la justificación de lo que somos, pensamos, queremos, percibimos y hacemos está muy vinculado a la familia de origen. La memoria no es hoy una facultad psicológica que esté en alza. Pero sin memoria no es posible el conocimiento, especialmente el de uno mismo. Sin memoria acerca del origen no puede haber identidad. Gracias a la memoria cada uno se reconoce a sí mismo como quien es, a pesar de los numerosos cambios que haya experimentado a lo largo de su vida. La identidad es la que salva el conocimiento propio y ajeno; la que resiste y da unidad a la propia vida, más allá de todos los cambios que la hayan afectado a lo largo de su travesía. Por eso se ha dicho que no somos los mismos –tanto es el cambio que se opera en nosotros-, al mismo tiempo que siempre somos el mismo a lo largo de nuestras vidas. Lo que significa que esos cambios que acontecen en cada biografía son sólo accidentales. Lo que sostiene y da permanencia y continuidad a la biografía personal es la memoria. Gracias a ella hay identidad personal. Sin identidad personal, no se puede vivir. Aunque sería necesario ahondar más en el propio conocimiento, es cierto que cada uno sabe un poco acerca de su singularidad, de la persona que es, de quién es. De hecho, uno de los indicadores más relevantes de la psicopatología es precisamente la pérdida de la identidad personal: que una persona deje de saber quién es. Si no sabe quién es, si no sabe siquiera si es hombre o mujer, ni qué edad tiene, ni cómo se llama –como sucede, lamentablemente, en las últimas etapas de la demencia senil-, es forzoso concluir que esa persona tiene una afectación psicopatológica muy grave. Hay otras muchas formas, menos graves, de alterarse la identidad personal –de las que aquí no podemos ocuparnos-, que están muy extendidas en la sociedad actual. Esto significa que una persona sana tiene que saber quién es. Y, ¿cómo lo sabe? En cierto modo, invirtiendo el proceso de su trayectoria biográfica hasta su origen y reflexionando sobre ella misma. Fuente. https://www.equipoagora.es/?id_articulo=84
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